Haciendo todo mal.

Meditando recostado en el sofá, donde antes había visto pasar la vida ante mis ojos, me encontraba rodeado por una densa neblina con sabor a desilusión y el dulce olor de sus recuerdos. Intentaba convencerme, con argumentos certeros, de que cuando algo bueno termina mal, probablemente no sea el fin de la existencia. Tal vez solo se trate de la conclusión de un libro escrito en conjunto; es simplemente la culminación del mundo que creamos. Mis amigos me dicen que no existen razones para cargar la culpa sobre mis hombros, que el final es el desenlace natural de toda situación.

En conversaciones con mis pensamientos, he aseverado que no hay nada de malo en llorar si se considera necesario, pero es importante recordar que las lágrimas no traerán de vuelta los buenos momentos. No hay nada de malo en abrazar si se necesita, pero no se puede caer en el engaño de sentir un amor que ya no es verdadero. No hay nada de malo en hablar si es necesario, pero las palabras no reconstruirán años de desdén, de llamadas clandestinas, del silencio del desprecio, de evasiones y sonrisas engañosas.

Aunque no quisiera aceptarlo, me inclino a pensar que todo esto ocurre porque vivimos en una generación que menosprecia el amor, pero finge prestar atención mientras intercambia mensajes con alguien más, distante. Vivimos en una generación rodeada de personas, pero que siempre anhela estar con alguien que no está.

Es aquí donde las preguntas surgen en mi mente, y me cuestionan si soy yo quien está equivocado y haciendo todo mal o si es la sociedad, que va y viene como las olas del mar.

Inspirado en Doing It Wrong, Drake.

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