1805.

Vi por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se irá para siempre, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas probablemente no veré florecer el sábado siguiente en la casa que, seguramente cerrará por la partida, siento los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos volverá a repetirse. Sin embargo, ¿te resulta extraño que piense en ti a pocos pasos del final de los días? 

Me pregunto si el momento está sobre nosotros... 
Es tangible que la suerte de los tantos amores que los vientos un día se llevaron de mi corazón este echada y la última hora haya llegado; tengo justo frente a mis ojos el mar Caribe, azul y plata, en la inmensidad de su belleza diáfana, agitado como mi alma por las grandes tempestades que no han parado de sembrar dudas que atormentan a mi sufrido corazón; a mi espalda se levanta el macizo imponente de la Sierra Nevada de Santa Marta con sus antiguos picos coronados de nieve impoluta como nuestros ensueños de 1805, por los cuales pierde importancia si el tiempo ingrato y profundamente cruel me hace envejecer, obligándome a perder mis bríos porque al recordar la suavidad de tu piel vuelven a florecer con ansias mis sentidos. Por sobre mí, el cielo más bello de toda América, la más hermosa sinfonía de colores, el más grandioso derroche de luz.

Por esas memorias, ningún paisaje será suficiente en comparación a tu belleza, idílica encarnación de Afrodita, porque aún en la oscuridad que se adueña del silencio de las noches veraniegas sólo quedas tú como ilusión serafina señoreando el infinito, dominando la eternidad de los instantes de bohemia de los que nuestros cuerpos fueron testigos.

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