El general.

En uno de los tantos viajes de regreso a mi tierra me detuve en un pueblo bañado por la corriente del Río Magdalena cuyo nombre el tiempo ha debido borrar de mi memoria. En ese lugar me encontré con un general de acento extranjero que tenía su rostro envejeciendo, desmejorado por la incertidumbre y el temor de una vida llena de guerras. Parecía como si el horror de la batalla lo hubiese llevado a una vejez prematura, así como las noches en vela por el temor del enfrentamiento con el enemigo, de ver cara a cara a la misma muerte.

Me generó curiosidad ver a un general con tantas condecoraciones en su uniforme rodeado de tan sólo cuatro o cinco personas, acostado con los ojos abiertos en una hamaca vieja y descolorida a orillas del río. Me acerqué a saludarlo y a preguntarle qué hacía un militar tan ovacionado en un lugar como ese. Me respondió con una leve sonrisa diciéndome que se encontraba en medio de una travesía por el afluente para llegar a la costa, puntualmente al puerto de Cartagena, con el objetivo de embarcarse rumbo a Europa. Sin yo preguntárselo, dijo que había pensado en regresar a su país, pero que los dirigentes de su nación le negaron la entrada, por lo que había decidido ir al viejo continente para descansar de la ingratitud de la gente.

Entablé una buena relación de amistad con el general, charlamos mucho y había una buena comunicación no sólo con él, sino también con su entorno, al punto que decidí unirme a él en su viaje rumbo a la costa en un gran barco a vapor hasta que él y sus acompañantes llegaran a Santa Cruz de Mompós donde yo me separaría de ellos y tomaría camino hacia mi tierra en proximidades del río Sinú.

Durante el viaje el general me comentó que se unió al ejército desde muy joven, que incluso había invertido su fortuna personal en la causa, abandonado a su familia para emprender el viaje de su vida. Había cruzado Los Andes, los Llanos, viajó a Lima y hasta el Alto Perú. Logró todo lo que se propuso como militar. Fue homenajeado con los más altos honores que cualquier persona podría llegar a tener, incluso, un país había llevado su nombre y fue presidente de una de las naciones más grandes en extensión territorial del mundo. Sin embargo, con lágrimas en los ojos me confesó que toda la gloria era parte de un pasado que prefería dejar en el olvido. Había gobernado aquel inmenso Estado desde su fría y remota capital ubicada en medio de la cordillera oriental de Los Andes a unos estimados 2600 metros sobre el nivel del mar y vivía en una quinta que antes había permanecido en un estado de abandono total que el gobierno le regaló como muestra de agradecimiento por su contribución a la causa. El centro de poder desde el cual el general ejerció como dirigente estaba ubicado muy lejos de su tierra natal que se encontraba dentro de un valle montañoso a unos 12 kilómetros del mar Caribe de la que recordaba con una profunda nostalgia sus paisajes, su comida, pero sobre todo a su gente y a su familia. El general me confió que una de las situaciones que más le habían dolido en una vida llena de triunfos y derrotas, era que le habían negado la entrada a su país natal, pues me decía que le parecía como si a un hijo le negaran ver a su madre. Imagino que el general debía sentirse miserable porque siempre lo tuvo todo y a la vez era dueño de nada.

No había duda que el general era un hombre culto e intelectual, que amaba el arte, el baile, la buena música y la vida misma, pero me confesó que la lluvia eterna de la capital junto con su frío incesante que se notaba, no solo en su clima, sino también en la indiferencia de la gente lo había envejecido, entristecido y aburrido. Lo único que quería en ese momento de su vida era mecerse en su hamaca vieja y descolorida en algún país de Europa, donde sentía que lo apreciaban un poco más. Me contó que los días en que había dormido en camas ajenas y casas que sus admiradores le prestaban para descansar, como muestra de gratitud, habían pasado dado que ahora solo sentía desprecio por parte de la gente y miradas de rechazo que lo herían tanto como el daño que produce el corte de una espada.

Habían pasado varios días desde que vi por primera vez al general. Nuestra travesía por el río había transcurrido sin contratiempos y, según el capitán del navío, en la siguiente semana llegaríamos al destino.

En uno de esos tantos días de viaje me día me di cuenta que el general estaba enfermo y conforme pasaba el tiempo parecía que sus males se acentuaban cada vez más.

Una de esas noches en las que recorrimos ese vasto caudal encontré al general sentado en la proa de ese gran barco a vapor, iluminado tan solo por la luz con tono azul de la luna de aquel cielo despejado. Al verme me dijo que ese firmamento estrellado le recordaba a la hacienda donde había nacido, un gran ingenio azucarero que se encuentra en el oriente de los Valles de Aragua en la que reflexionaba con una añoranza inconmensurable. Pensó en su madre, que recordaba con su piel blanca y su personalidad cariñosa, a la que perdió desde muy joven por causa de la tuberculosis, enfermedad que también acabó con la vida de su padre unos 6 años antes que con la de su madre. Me confesó que no había un solo día en que no la recordara. Me habló de sus hermanas, pero hizo gran énfasis en un hermano que había muerto en alta mar buscando armas para beneficio de la causa. Me dijo con tristeza que lo único que le quedaba de él era uno de sus sobrinos, al cual amaba como a un hijo y que era uno de sus acompañantes en medio del viaje. Me comentó sobre su esposa, a la que perdió por la fiebre amarilla a poco menos de un año de haberla desposado y a la que había jurado no casarse más. Me platicó sobre muchos de sus amores de una noche, pero sobre todo de una hermosa ecuatoriana que le había quitado el aliento y que con el paso del tiempo se volvió su compañera permanente. Sin embargo, por motivos que no me comentó tuvo que dejarla en la capital. No obstante, esperaba con optimismo reencontrarse con ella para zarpar juntos hacía Europa. Por último, me habló de sus soldados y de todos a los que había perdido en las guerras. Afirmó que pensaba en ellos a diario, que recordaba todos sus nombres y los de sus familiares.

Sin dudas el general era un hombre triste al que la tos no le daba tregua. Estaba muy flaco y había perdido, o se había quitado él mismo gran parte de su cabello que, según personas de su sequito, en algún tiempo le llegó hasta los hombros. Le provocaba muy poco la comida, caminaba siempre con la cabeza baja y con las manos atrás, sosteniendo la una con la otra. En alguna ocasión el general me confesó que todas las situaciones por las que había atravesado en las que perdió tantas personas importantes para su vida junto con su enfermedad inconciliable lo hacían sentir en un laberinto del cual no veía salida. Tuve conocimiento incluso de que el general escribió una carta a otro oficial importante en la que afirmó que le parecía que sus asuntos eran dirigidos por el demonio, haciendo referencia a lo sombrío que se apreciaba su porvenir. Fue aquello una jugada sucia del destino pues el mismo oficial receptor de la epístola, quien había sido su gran amigo de otro tiempo y a su vez su contradictor más grande de todos los tiempos, sería el traidor más feroz que enfrentaría.

Sus acompañantes me decían con gran tristeza que el general que yo conocí era poco comparado con aquel gran militar que caminaba erguido con las manos atrás, pero con la frente siempre en alto. Me contaron anécdotas suyas. Me llamó la atención que en algún punto de las batallas pensaron que el general se creía invulnerable, pues peleaba en el campo de batalla sólo con su espada y sin ningún tipo de temor a la muerte. En días posteriores le pregunté al general por esa percepción de sus acompañantes. Se echó a reír. Afirmó que en ningún momento se había creído un ser invulnerable, sólo que en algún punto de su vida se hizo consiente de que su destino no era morir en el campo de batalla, sino en la soledad de una cama prestada, pobre, y sin el consuelo de la gratitud pública.

Días más tarde el viaje había llegado a su fin pues el barco había atracado en el puerto de Mompós, donde el general y su séquito seguirían hasta Cartagena y yo tomaría camino hacia mi hogar. La salud y el humor del general parecían haber mejorado un poco, dado que la tos había cesado y se veía de mejor ánimo en comparación con aquella noche en la que lo encontré sentado en la proa del barco. Pienso sin duda que las aguas aromáticas que con fervor le preparaba constantemente su fiel servidor, edecán, mayordomo y amigo ayudaron a su mejoría. Se trataba de un antiguo esclavo de su madre que a la muerte de esta había pasado a ser propiedad del general, pero este le dio la libertad, así como lo hizo con todos sus esclavos. Ante ese gesto del general, el antiguo siervo juró acompañar al general en todo momento de su vida como muestra de aprecio y gratitud. Se convirtió en su mejor amigo, en su sombra y en una de las pocas personas que nunca lo dejó sólo.

Me despedí del general una vez finalizada la travesía. Lo vi partir con la cabeza baja, con las manos atrás, sosteniendo la una con la otra hasta que se perdió entre la multitud.

Pocos días luego de mi adiós al general me llegaron noticias suyas. Había muerto. El general había fallecido en la quinta de un marqués español admirador suyo en Santa Marta, rodeado de muy pocos amigos. Sentí un profundo pesar. ¿Qué habrá sentido? Tal vez que su laberinto había llegado a su fin. Le dijo adiós a este mundo en la última casa ajena y en la última cama prestada tal y como él mismo lo había pronosticado. Pregunté al portador de aquella noticia por las circunstancias del fallecimiento del general. Murió acompañado de las mismas personas que conocí en el viaje. Su compañera ecuatoriana no alcanzó a verlo con vida, pues cuando llegó a Santa Marta el general tenía ya algunos días de haber partido al más allá.

Finalmente, me contaron que el general había proferido su testamento en el que ordenaba, entre otros, el destino de los pocos bienes que aún eran de su propiedad, el nombramiento de herederos universales a sus hermanas y a los hijos de su finado hermano, el pago de una cantidad considerable de dinero a su fiel mayordomo como remuneración a sus constantes servicios y su deseo de que sus restos fueran depositados en su ciudad natal ubicada en aquel valle montañoso a 12 kilómetros del Mar Caribe.

Posteriormente tuve noticias también del antiguo mayordomo del general. Lo habían visto muy borracho y con aspecto de indigente en los alrededores del puerto de Cartagena. El dolor de la partida del general lo había convertido en un alcohólico sin remedio. Incluso, me dijeron que si seguía así moriría muy pronto, pues no comía y sólo tomaba licor. No tuve información sobre qué hacia en Cartagena luego de estar en Santa Marta y tampoco supe más acerca de su paradero.

Se me hizo extraño que la morada final del general haya sido Santa Marta dado que su destino antes de ir a Europa era Cartagena. Sin embargo, no me dieron detalles en relación a esto.

Por mi parte estaba devastado por la noticia. Jamás esperé en aquel momento que me informaran sobre el deceso del general, pues el último día que lo vi se despidió de mí con un muy buen animo. Pensé en esa ocasión. Recordé que en el instante antes de verlo partir caí en cuenta que, a pesar de haber viajado casi durante un mes a su lado jamás le había preguntado su nombre, así que lo hice en ese momento con mucha intriga. Él con una leve sonrisa en su rostro me respondió: “Bolívar, muchacho. Simón Bolívar”.

Hernán Castillo Madrid

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