Admirador de la mujer.

Ella son la maravilla más preciosa hecha por el creador, son el ser más especial y virtuoso, tan hermosas como las rosas que adornan los Campos Elíseos, tan difíciles de comprender y en ocasiones misteriosas al igual que las nebulosas que divagan en el espacio.
Dios les otorgó la belleza que a muchas caracteriza y las dotó un don especial de embelesarnos con sus encantos, pues no hay hombre en la faz de la tierra que se resista a ellas si se trazan como meta hechizarnos con su magia. 

Fueron concebidas de una costilla de un hombre que cayó bajo un profundo sueño, pero si aquél varón hubiese sido y dormido habría quedado, voluntariamente me hubiese ofrecido para que fuesen hechas a partir de mi espina dorsal o incluso de todos mis huesos.

Por esto, pienso que no se debe juzgar a Adán por haber sido inducido por pecado del placer pues, ¿quién no muerde una manzana a cambio de probar lo más dulce de una mujer?

Ellas son valiosas y llenas de prestigio como las joyas de metales preciosos que adornan su esbelto cuerpo y no es precisamente su plano físico o superficial lo que determina su cuantía dado que su amor tiene un valor más que inconmensurable porque sus besos son el tesoro más grande que un hombre puede obtener.

Siendo yo un conocedor predilecto de su mérito trato de consentir al máximo a las féminas que me rodean y no es que sea un hombre promiscuo, pues soy muy selectivo con las frutas que he de morder, pero deben de entender que saborear su sensualidad es un placer que pocas personas saben entender. Es por esto que no escatimo esfuerzos cuándo se trata de hacer sentir bien a una mujer, pero al final termino gastando una fortuna que no es precisamente económica. Sin embargo, nunca aprendo de mi error porque si me piden una estrella, sin pensarlo dos veces les bajo la luna. 

No permito ser señalado por ser un admirador empedernido de la mujer pues nadie es santo en el jardín del Edén y muy bien sé yo que algunas son fruta prohibida pero aún así caigo a su merced. 

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